Una sumisa en la marcha del orgullo LGBTTTI
Por Katya Albiter
No es la primera vez que voy a una marcha del orgullo LGBTTTI (Lésbico, Transexual, Travesti, Transgénero e Intersexual) que se organiza en la Ciudad de México, pero sí que me sumo a un contingente. Vista así, la marcha es muy distinta. Cuando iba con mis amigos, por nuestra cuenta, teníamos libertad de movimiento. Podíamos ir con los Osos, caminar junto a los Geeks o apresurar el paso para llegar más rápido a Bellas Artes. Si teníamos hambre, nos deteníamos en los tacos de canasta o en alguna de las muchas tiendas de reforma.
Esta vez era distinto. Iba con la gente de Calabozo MX –una comunidad que brinda información sobre BDSM seguro— y eso implicaba estar a la hora convocada y hacer el recorrido con ellos. Adiós a la toma de fotografías desde distintos puntos de la marcha, a caminar al paso que quisiera o a almorzar en algún puesto ambulante.
La cita para la marcha fue a las diez y mi amo y yo llegamos poco después. Encontramos la plataforma unos metros después de la Diana. Saludamos y nos sentamos en una banca aledaña. Disfrutaba ver los preparativo. Nuestro grupo tenía dos plataformas y en una de ella se estaban montando los muebles para jugar.
Ese día sacamos a pasear algunos juguetes. Mi amo insistió en llevar el fuete. Además, preparamos una bolsa con un flogger pequeño, una carretilla para corte y confección y varias máscaras para nuestros amigos, que también irían con nosotros. Mi atuendo era simple: tutú negro, medias de red de calavera, calcetas largas arcoíris, botas, blusa con escote amplio —en espalda y busto, y abierta de las mangas, facilita mucho los azotes— y corsé negro corte halter.
Además, obviamente, del collar de restricción —que me encanta— y las muñequeras en las que se sostenían las cadenas.
Pasadas las doce el camión se puso en marcha. Me negué a subir a él. Sería un lugar con demasiada atención encima y yo quería participar de una forma menos visible. Iría a ras del suelo, así además de ver la acción desde abajo, mi amo me podría pasear sin causar demasiado resquemor.
A esas alturas, ya tenía puesta la máscara, algo muy importante para mí. En estos años he aprendido a separar mi personalidad sumisa, que es la que tiene la máscara, de la otra mujer que todo el mundo conoce. Ya tenía mi cadena de paseo, así que estábamos listos para partir.
Enfrente de nosotros iba una ama en una carreta jalada por varios sumis que se alternaban. También llevaba una sumi encadenada caminando a su lado y, cuando el sumi con cadenas en el pecho y calzón negro transparente dejaba de jalarla, también se ponía a su lado.
El contingente de los vaqueros estaba un par de sitios delante de nosotros. En algún punto, me pareció interesante tomar una fotografía con perspectiva desde el piso así que me agaché a tomar la foto no quiso desperdiciar la oportunidad de tenerme en el piso, así que me pidió que posara para tomarme una foto en cuatro patas. Al parecer, la escena le pareció atractiva a otros transeúntes porque me pidieron algunas fotos más así.
Llegamos al Ángel casi tres horas después de habernos puesto en marcha. He recorrido ese tramo numeras ocasiones y nunca me había parecido tan largo y cansado. Al llegar ahí, sentí que me sumergía en un carnaval o algo parecido pues si bien, en todo el intervalo anterior pasaba gente y tomaba fotos, aquí había un denso tapón humano que miraba a quienes pasábamos por ahí.
Desde la espera mi amo y yo empezamos a jugar. Me daba golpecitos en los senos con el fuerte. A veces, también lo hacía en la espalda, pero era más porque estaba probando un tema de tensión que nunca entendí. También había sacado la carretilla de corte y confección y la había probado en todo el grupo.
Mis amigos, debo advertir, son vainillas —aquellos que no son practicantes del BDSM—. Pero allá atrás, a nadie le importaba si jugábamos o no, aquí, en cambio, la sola imagen de la ama llevada por un sumiso causó conmoción. Si a eso le sumamos los azotes que le daban a la otra y los fuetazos a mis senos, el ambiente se puso intenso.
Ahí empezaron los gritos:
—¡Dale duro! ¡Queremos ver sangre! ¡Dale, dale, dale!
Yo no me lo esperaba. Vaya, no es como que vaya por la vida dejando que los demás vean cómo juego con mi amo, así que realmente no sabía qué esperar, pero lo que pasó me desconcertó demasiado. Era como si estuviéramos en el circo romano y la multitud clamara por mi cabeza. Los gritos era genuinos, reales. La saña retumbaba en esa muchedumbre:
—¡Más duro! ¡Que le duela! ¡Que sangre!
Por fortuna, mi amor no sucumbe ante la presión social y los ignoró. Escuché lamentos de decepción conforme avanzábamos. Traté de entender qué pasaba y la reacción de quienes veían la marcha. Para empezar, las cervezas entre mochilas corrían de un lado a otro y era obvio que buena parte de los ahí presentes ya estaban ebrios; para continuar supongo que es el efecto de las masas y de estar en un ambiente en el que socialmente se aceptan conductas que de otra forma son reprochables. Esa era la razón y no otra por la que mi amo podía azotarme en público y también por la que algunos pedían sangre sin un gramo de piedad.
Todo ese tramo fue caótico y confuso. Evité cerrar los ojos mientras sentía los fuetazos, para poder ver la reacción de la gente. Era un mar de emociones, desde las señoras cuarentonas visiblemente excitadas ante el espectáculo, hasta las que nos miraban con asco y desprecio. También había caras de sorpresa, de incredulidad y de reprobación. Nunca me había sentido tan juzgada como en ese momento. Claro, también estaban los otros, los que sonreían con complacencia, los que se entusiasmaban y los que pedían que a ellos también los azotaran, por favor.
Cruzamos Insurgentes y los ánimos se templaron de nuevo. Después vi a un jovencito orejón muy risueño. Me llamó la atención que su vestuario —o falta de él— no era ostentoso como tantos que se ven en la marcha, pero me pareció mucho más rebelde: camiseta blanca sin mangas y tenis. El resto de su ropa lo tenía en la mano. Tenía su miembro de fuera, sin inmutarse siquiera. Encontró mi mirada y se entusiasmó. Se levantó la camiseta para dejarme ver bien su miembro y lo empezó a agitar. Yo le saqué una foto, creo que era lo menos que podía hacer ante semejante despliegue de entusiasmo.
El tramo hasta el Caballito fue mucho más rápido que el anterior. Había menos gente y más espacio para moverse. Incluso el camión llegaba a presionarnos para avanzar más rápido. Yo no tenía problema, pero el grupo de la carreta sí. Después de todo, no es cosa fácil cargar a una persona o dos por varias horas, por kilómetros y sin nada más que la fuerza de los brazos. Me acerqué al sumiso que cargaba a la ama desde hacía un buen rato. Le pregunté cómo le hacía para resistir:
—Soy diablero de La Merced —respondió sonriendo.
Entonces nos paró un anciano ebrio del tipo “loca” que al ver la escena de la ama montada y del sumiso jalando se desquició. Le empezó a gritar sumamente enojando y ofendido:
—¡Bájate! ¡No seas huevona! ¡Camina!
El contingente avanzó ignorando y dejando a la loca vieja y ebria nadando en un caldo de bilis.
Ya pasaban de las cuatro y nosotros apenas estábamos dando la vuelta en el Caballito, dispuestos a la recta final. Ahí, la gente se empezaba a aglutinar y el tránsito se hacía pesado. Mis dos amigos decidieron al fin usar las máscaras que les habíamos llevado y entonces un par de viejitos les pidieron fotografías. Tarde entendieron la importancia de la parafernalia si quieres un poco de reflector.
Metros adelante nos encontramos con un viejito leather —con su emblemática indumentaria de cuero—. Le pedí una foto. Me dio gusto encontrar una mirada de empatía entre la muchedumbre. Fue un instante en el que la complicidad nos unió.
Justo enfrente de Bellas Artes el lugar estaba intransitable. Un mundo de gente estaba ahí detenido y no había forma de avanzar. Eran casi las cinco y yo sólo había desayunado unas galletas de avena y un yogurth bebible. Soy masoquista, pero detesto tener hambre. Miré a mi amo y a mis amigos y les dije:
—Ya estuvo. Hasta aquí. Vamos a comer.
Como pudimos, salimos de entre ese mundo de gente, nos quitamos los implementos y nos fuimos a comer. Como siempre, el collar de restricción hizo de las suyas y hasta el día de hoy tengo las marcas que lo prueban.
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