Grasoso pero sabroso
Por: DANI CACHÓN
Miles de mensajes nos bombardean constantemente sobre la alimentación sana, que debe incluir verduras, agua, carnes magras, cereales, pescados azules y aceites con omegas, entre muchos otros alimentos milagrosos.
Pero la realidad es que lo mero nuestro es la grasa. Y por mucho que todos remilguen al ver sus onduladas curvas antes de ir a la playa es una realidad universal el gusto por este tipo de alimentos. Lo dicen nuestros genes.
Así es la comida que nos ofrece don Carlos, grasosa pero sabrosa. A decir de sus parroquianos, es visita religiosa acudir por las tardes noches a su puesto de metal en la esquina de San Juanico y Calculistas, en las afueras del mercado de San Juanico, en Iztapalapa.
SAN JUANICO
Recuerdo que lo conocí a muy temprana edad, cuando mi mamá, también fanática de la fritanga, me llevó a probar los platanitos fritos del mercado. Desde que sentí el olor dulzón a la distancia supe que sería un espacio cotidiano en mi vida. Al llegar al puesto el calor del cazo de cobre me abrazó con cariño, y a pesar del tiempo que tuve que esperar, me extasíe de la cabeza a los pies al verme frente a frente con esa azucarada delicia.
“Es tardado pero vale la pena”, comentan los clientes que esperan al rededor del puesto a que estén listos los clásicos platanitos fritos, que don Carlos corta con la audacia de un samurái; o sus papas a la francesa cien por ciento naturales; de carácter artesanal dirían los hispster.
También podemos encontrar salchipulpos, que entraron al menú por sugerencia de los clientes más jóvenes, y a veces se le cuelan banderillas de salchicha y queso o nuggets, para perdición de los más pequeños.
Esa primera vez me quemé, ya no aguantaba más, fue la combinación de ingredientes —crema, cajeta, lechera y chispas de chocolate que se derriten por el calor de los plátanos, mezcla que hasta ahora sigue siendo mi favorita—, me tentaba y me hacía salivar. Mi mamá tuvo que pedirle a don Carlos que me los pusiera para llevar o sucedería una tragedia. Durante todo el camino mi mirada no se separó de ese paquete plateado hasta que llegamos a la casa y pude encerrarme en mi cuarto a devorarlos sin compartirlos con nadie más.
Este puesto forma parte de un grupo de vecinos que, al igual que el millón y medio de personas que ejercen el comercio informal por la creciente falta de empleos en nuestra gran urbe, han tenido que salir de sus casas después del trabajo para ofrecer una amplia cantidad de comida que, a pesar de tener unos cuantos años de existencia, gozan de una gran aceptación.
El puesto de don Carlos es diferente a los demás. Lleva al rededor de 20 años y le entra parejo, desde ser parte del conjunto de ambulantes que diariamente se ponen frente al mercado, así como tener presencia en las fiestas patronales, hasta ser rentado en algún festejo privado o muestra gastronómica. Así es don Carlos, bien entrón, pues desde que dejó la secundaría tuvo que trabajar y ser comerciante, ese fue el camino que eligió.
“Pruebo mi venenito y, pues, si que está bueno”, nos dice con una sonrisa, ya que disfruta de compartir el oficio que su señora le enseñó y los sabores que tanto a él como a su familia les gustan.
Los clientes llegan de todos lados y son de todos los tipos. Acuden a este pasaje culinario desde los vecinos para los que ya es una tradición el venir a saludar a los cuates, así como trabajadores que tienen esta transitada calle como paso obligatorio para llegar a su destino, quienes prefieren disfrutar de una cena sabrosa y veloz, que llegar a preparar algo y lidiar con los platos sucios.
Y claro, siempre estamos los amantes de la comida, que no podemos perdernos un festín, provenga de donde provenga, y mucho menos si le queda la consigna de grasoso pero sabroso.