Un sabroso y buen danzón en La Ciudadela
Por Teresa Vaquero Cruz
Su raíz nos lleva hasta Inglaterra, a la danza del campo, pasando por Francia en el Siglo XVII. Tiempo después las cadenas de la esclavitud llegaron a Cuba y con ellas la danza y el ADN de África. Fue el 1 de enero de 1879 cuando en el Liceo de Matanzas se entonó el primer danzón: Las alturas de Simpson. Miguel Faílde había dado vida al ritmo, a la cadencia y a la tradición.
Uno años después los migrantes cubanos que entraron por Puerto Progreso, en la Península de Yucatán, trajeron consigo este ritmo. Es cierto, en Cuba se parió, pero aquí en México se acogió. Cuenta el investigador Jesús Flores y Escalante en su libro “Imágenes del Danzón” (Asociación Mexicana de Estudios Fonográficos AC, 2006), que México fue el único país donde el género tomó raíces y creó una cultura del danzón.
Se le ha alimentado en plazas, salones de baile y en los corazones de innumerables bailarines que se congregan a los pies de los músicos , prestos para ejecutar el “columpio”, “cuadro” o “lateral”, los pasos del danzón, dónde lo más importante es tomar a la pareja, con decisión, con firmeza; y ella se dejar llevar. Y goza y siente.
Todos los sábados en punto de las once de la mañana, en la Ciudadela, en la Ciudad de México, y sus alrededores se pueden escuchar pasos presurosos. Se ven los vestidos de charol, las zapatillas brillantes y de múltiples colores, las medias caladas que acarician las piernas torneadas, los sombreros con plumas desfilan por las calles, se miran gallardos los trajes de pachuco. La estatua de José María Morelos los ha visto pasar durante 20 años.
Fue en 1996 cuando la nostalgia y la cultura popular se apoderaron de la Ciudadela. Desde entonces las parejas ejecutan sus mejores pasos, así como lo hacían en el Salón Los Ángeles, el Savoy, el California Dancing Club o el mismísimo Smyrna, propiedad de Antonieta Rivas Mercado, cabaret de moral muy ligera y de gran diversión, testigo de memorables noches de Salvador Novo, políticos y jornaleros, ubicado en terrenos de la Décima Musa, en San Jerónimo, en esos que hoy forman parte de la Universidad del Claustro de Sor Juana.
Cada fin de semana la plaza del danzón recibe a sus visitantes, sin importar la edad. Uno puede acceder a ese mundo, dónde tarde o temprano la música invade el cuerpo, llega al corazón y comienza a mover los pies. Por veinte o cincuenta pesos se aprende a amar, a seducir, a saborear. Cada nota, cada movimiento lento, tan lento dónde la cadencia se funde con la sutileza de los pies, se baila en el área equivalente a una moneda de un centavo. Así se juntan los cuerpos. Se sacrifican la prisa y la velocidad por el estilo y la pasión. Cualquier interesado puede acudir. Con certeza encontrará maestros que lo enseñen a bailar cerrado, floreado y con mucho sabor.
Nereidas. Sus notas nos llevan al recuerdo, a la memoria. Ícono del danzón. Surgió entre los cielos y la tierra oaxaqueña el 15 de abril de 1902. Amador Pérez Torres trajo el regalo más significativo para todos aquellos que gustan de tomar a su pareja, hacerla girar suavemente acariciando al viento, dibujar cuadros con los pies y después descansar. Ellas se abanican el rostro con los hermosos abanicos que cuelgan de sus muñecas; ellos, galanteando, sin perder su porte, esperan que comience el compás de la siguiente melodía.
Así son los fines de semana en la Ciudadela. Músicos, reinas y reyes de la pista nos comparten de su añoranza, tradición, sabor y libertad.
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