En la línea de la vida. Una voluntaria entre el cascajo
Por Alhelí Barreiro
El sábado 23 de septiembre estuve seis horas ayudando en la zona cero de Escocia, en la colonia Del Valle, uno de los lugares más afectados del sismo que sufrió la Ciudad de México el pasado 19 de septiembre. Me quedé en casa de mis papás y me levanté a las 6:30 de la mañana. Mi mamá me hizo de desayunar mientras me alistaba. Luego me enfilé hacía Heriberto Frías, donde convocan a los voluntarios. Ahí nos explicaron que las mujeres pasamos cubetas vacías a elementos del Ejército, quienes las llenan de cascajo y las regresan a las dos filas de hombres que están formados detrás de nosotras, replegados en las paredes. Las varillas, vidrios, muebles, boiler y objetos más peligrosos son movidos por soldados.
Conocen la inexperiencia de la mayoría de los voluntarios y no nos arriesgan. Para entrar te dan equipo —casco, guantes, chaleco y tapabocas—; escriben tu nombre, un número de contacto y tipo de sangre en el brazo con plumón indeleble y te vacunan contra el tétanos. Entramos a la zona cero en silencio, con el celular apagado y rápidamente nos ponen a trabajar. Previo, a la 7:53 de la mañana, tuvimos el susto del temblor de 6,1 en la escala de Richter que sacudió el centro y sur de México. Nos replegamos y tardamos 45 minutos más en entrar mientras Protección Civil verificaba que era seguro nuestro ingreso.
Mis ojos no daban crédito a lo que veía: nunca había visto un edificio caído. Es impresionante como una estructura tan robusta y sólida es ahora una montaña de cascajo y recuerdos. La línea de vida —como conocen a la cadena humana que retira mano a mano pedazos de cemento, concreto y tierra— comienza y uno deja de pensar para ponerse a trabajar. Mientras estamos activos continuamente nos ofrecen agua, electrolitos, dulces, tamales y huevos duros, donado por la sociedad. Los voluntarios preferimos no comer, solo agarramos dulces para dejarles la comida al Ejército e ingenieros. También pasan voluntarios médicos para saber si nos sentimos bien, colocan gotas en los ojos y sacan a quienes ven más cansados de lo normal.
Pasar cubetas, que alguna vez fueron botes de pintura, parece sencillo, pero después de una hora sientes ampollas en las manos y calambres en los hombros. Te das cuenta que no eres la única cansada cuando las cubetas empiezan a caerse de las manos de los demás. Algunos gritan que hay que tener cuidado, que pueden romperse. Los hombres nos alientan y nos dicen que hacemos un gran trabajo. Mientras te concentras en no retrasar la actividad, ves pasar pedazos de la vida de alguien más: zapatos, fotos, sillas, ropa, edredones, cuadros. Objetos que seguramente se obtuvieron con esfuerzo y dedicación, y ahora son nada. Llamó mi atención una carretilla —tirada en su mayoría por albañiles, quienes sacan escombros más grandes— con un juego de copas nuevo, aún envuelto.
Conforme las mujeres dimiten, nos recorremos y me acerco a la zona cero. Veo un auto en los escombros del estacionamiento: es un Sentra rojo y está intacto. Sin embargo, la entrada está detenida con polines por lo que probablemente no saldrá completo. Nadie toma selfies ni trae música, tampoco hablan, bromean o flojean. El respeto es tangible, es una zona de luto. Un día antes sacaron un Pug y un gato, por lo que existe la posibilidad de que haya vida entre los escombros. Nuestra eficiencia puede ser la diferencia entre la vida y la muerte de alguien más.
El Ejército, la Marina y los ingenieros trabajan incansablemente. Hay una grúa que con precisión milimétrica mueve las paredes señaladas para continuar con la búsqueda; cuando lo hace el silencio es absoluto. Tiene una bandera de México en la punta y cuando se mueve ésta hondea —el corazón se hincha—. Los militares se colocan enfrente de nosotras para protegernos. Una vez que la pared está en el suelo toman sus picos y la deshacen en minutos. La línea de la vida empieza de nuevo: pasar rápidamente las cubetas para sacar el escombro lo antes posible; las cubetas regresan con los hombres, las carretillas van y vienen, el Ejército sale con material riesgoso. La garganta pica, los ojos molestan, el corazón duele, el alma se engrandece al ver el esfuerzo de todos por ayudar desinteresadamente al otro. Llega el equipo chileno para ayudar y suben a evaluar los escombros.
La actividad continúa hora tras hora. Te habitúas a tus compañeras, sabes que la de la izquierda es rápida pero la de la derecha es despistada, a quien continuamente le ayudo para no retrasarnos. Debajo del caso y tapabocas es difícil saber su edad pero son mucho más jóvenes que yo, la mayoría de los voluntarios lo son. Después de un tiempo pasa un ingeniero y nos pregunta a qué hora entramos: a las 8:30 de la mañana, respondemos. Nos dice que debe sacarnos. Algunas aceptan pero mi compañera de la izquierda y yo le comentamos que aguantamos un par de horas más. Nos comentan que son casi las 3 de la tarde —¡no puedo creerlo!— y que nos deben relevar para evitar un incidente. Detienen la línea de vida y anuncian que saldrá un convoy con 15 mujeres. Dejamos las cubetas y nos enfilamos sobre Escocia rumbo a Eugenia. Mientras lo hacemos, la gente deja lo que tiene en las manos, se quita los guantes y comienza a aplaudirnos: los voluntarios, los paramédicos, los ingenieros, los albañiles. Una persona del ejército grita: ¡Vivan las mujeres mexicanas valientes! Y así, entre aplausos y gritos, con la vista en el suelo y aguantándome las lágrimas salgo de la zona cero.
Damos vuelta hacia Eugenia, entrego el equipo y la gente me ofrece fruta, comida y agua mientras me felicitan. Les doy las gracias y sigo de largo. Mientras camino me doy cuenta que voy sola. No sé dónde están las demás, pero me hubiera gustado despedirme de ellas. Me duele todo, tengo mucha hambre, me arde la cara y me siento mareada. Un voluntario se da cuenta y me detiene, me llevan a un control donde me dan un plátano y un refresco. Me espero unos minutos y salgo de la zona acordonada donde los relevos y la policía me aplauden nuevamente. Nunca he recibido tanta atención, así que sólo sonrío —la fama no es lo mío—.
Respiro agradecida, me peino el cabello tieso, sacudo un poco mi pantalón y sigo caminando sobre Gabriel Mancera, pensando en todo lo que acabo de vivir, orgullosa de mi trabajo y, sobre todo, de no haber llorado enfrente de los demás. Eso termina cuando veo a mi mamá esperándome afuera del primer retén, entre los camiones de volteo listos para entrar a sacar más escombro.