El organillero, el hombre de la nostalgia
Por Memo Bautista
Todas las tardes Víctor se transforma en uno de estos personajes que son parte del paisaje urbano de la ciudad: el organillero. Luego de tomar clases en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, donde estudia comunicación, engulle una buena comida y camina hacia “la caja”, un viejo edificio en la calle de Donceles, en el Centro Histórico, donde él y otras personas almacenan sus organillos.
Ahí comienza el ritual. Guarda en su portafolios de tela la pipa de madera y la boquilla sintética con el tabaco de sabor vainilla que le gusta fumar. Se quita la boina panadero, el abrigo y la camisa de manga larga y sobre el pantalón gris de pinzas se viste el del uniforme de organillero, unas tallas más grande para que entre con facilidad y con bolsas reforzadas para que soporten el peso de las monedas. Después se cambia los elegantes zapatos color café por unos negros con suela de caucho para que aguanten las caminatas; enseguida viene la camisola con hombreras y doble bolsa al pecho, con la que lleva ya unos cinco años, y por último el quepís.
Todo su vestuario es en color caqui, razón por la que a los organilleros también se les conoce como “Los dorados de Villa”, por el uniforme tipo militar y porque se cuenta que con Pancho Villa ya andaba un organillero. La estampa final de Víctor recuerda la de Felipe Calderón cuando usó la chaqueta militar que no le ajustaba.
Víctor empuja su carrito que carga la caja cuadrada de madera ya gastada por los años, que se ve pesada, maciza y que muestra al frente unas pequeñas flautas de color dorado. Ha dejado atrás el zanco, el palo donde tradicionalmente estos músicos callejeros colocaban el organillo de unos 40 kilos luego de cargarlo por varias calles y terminar con la espalda lastimada. Ahora usa un carrito de metal que le permite incluso tocar su instrumento mientras camina. Es uno de los elementos que han copiado los organilleros mexicanos de los chilenos. De pronto detiene su marcha. Se coloca atrás de la caja y hace girar una manivela. Entonces el organillo se convierte en una máquina del tiempo. Su sonido dulce hace que todo aquel que lo escuche conozca la nostalgia.
“Para tocarlo lo único que necesitas es tararear la canción y llevar el ritmo”, entonces comienza a cantar y mueve la cabeza de un lado a otro, como formando una “S”; el tipo siente su interpretación y canta: “Amorcito, corazón, yo tengo tentación, de un beso… Y con eso ya la hiciste”, me comenta.
El oficio no es fácil. En promedio Víctor paga una renta semanal de 700 pesos por el organillo y en un día bueno, en un lapso de seis horas obtiene un aproximado de 200 pesos. Eso sin contar con los días de lluvia —que prácticamente son perdidos—, así como la comida y los pasajes de ida y vuelta a casa, pues vive en Ecatepec, en el Estado de México. Sin embargo, el organillo ya es parte de él, de ahí es donde sale para “la papa”, como dice. Mientras toca me mira y hace una pequeña reflexión que deja en claro por qué el organillo difícilmente desaparecerá del paisaje urbano de la Ciudad de México:
—El organillo es un cheque al portador. Quien le entra lo hace por necesidad, pero se queda por gusto.
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