La madre de Sullivan
Por Memo Bautista
Cuando uno camina por la avenida de los Insurgentes de norte a sur, un poquito antes de llegar a su cruce con el Paseo de la Reforma, en la calle de Sullivan hay una gran explanada. Al fondo, como si fuera una vigilante, expectante, se encuentra una mujer alta, muy alta. Sus más de cinco metros de estatura le permiten contemplar lo que sucede frente a ella. Es el Monumento a la Madre.
Pero si uno pone atención, esta mujer de rasgos indígenas, vestido largo y reboso, más que vigilar el mundo parece que se lo presenta al pequeño que sostiene entre sus brazos.
Le muestra a los niños de la colonia San Rafael, que por las tardes van a la explanada a corretear, patinar o aprender a montar la bicicleta. O puede ser que entre los adolescentes de secundaria que llegan a jugar futbol y forman las porterías con sus mochilas o los suéteres de sus uniformes, le señale a uno que mueve el cuerpo como si de una danza se tratara: sus pies elevan el balón, lo pisan, lo hacen rodar y regresar al mismo lugar. Y nunca pierde la pelota.
Es probable que la madre también dirija la mirada del niño hacia los tantos sujetos que toman un descanso en la plaza, unos sentados en el primer nivel y otros acostados debajo de un árbol para que los proteja del sol quemante. Y sin duda, los fines de semana lo guiará hacia el Jardín del Arte, la galería al aire libre más grande de México, entre obras de artistas que aún no alcanzan la consagración, lámparas hechas con papel reciclado, playeras, parches de máscaras de luchadores o pequeños cuadros con arena blanca que sirven como jardín Zen.
Desde su alta posición la madre, que diseñara en 1944 José Villagrán García, el iniciador de la arquitectura moderna mexicana, puede mostrarle a su hijo que, a pasear que Insurgentes cuenta con Metrobús, el transito vehicular sobre esta avenida hace que por las mañanas y las tardes prácticamente se convierta en un estacionamiento.
Sin embargo, el crío ha visto más que autos. Le ha tocado presenciar a miles de manifestantes, como los campesinos de la organización de los 400 Pueblos que para ser visibles optaron por despojarse de sus vestidos, bailar desnudos y dejar que sus carnes quemadas por el sol se agitaran al ritmo de la trompeta, la tambora y la cumbia; o las más de 100 mil personas que pasaron por el cruce de Insurgentes y Reforma, en silencio, reclamando al gobierno la desaparición de los 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa; o el resplandor de las llamas que una noche de octubre del año 2000 destruyeron el bar Lobohombo y acabaron con la vida de 20 personas. El dueño del lugar, Alejandro Iglesias Rebollo, fue encontrado culpable de homicidio culposo, aunque no fue encarcelado. Hoy una estación de bomberos ocupa el lugar del siniestro, confirmando la vieja frase: “ahogado el niño, tapan el pozo”.
Es inevitable que la madre y su hijo todos los días a partir de las 10 de la noche vean una larga fila de autos sobre la calle de Sullivan. La gran mayoría va en busca de las chicas que ofrecen amor a cambio de unos cientos o miles de pesos. La Madre y su hijo saben que para trabajar aquí estas mujeres llegaron a acuerdos con los vecinos de la colonia, como no vestir ropas transparentes o encajes y ofrecer sus servicios en horarios establecidos.
Madre e hijo no juzgan su labor. Saben que estas damas, que deambulan como cualquier transeúnte, con faldas y pantalones más ajustados de lo normal, también son madres que por las mañanas sostienen a sus hijos entre los brazos; e hijas que recibieron la caricia, tal vez rugosa, tal vez suave, de la palma de sus madres.
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