Ojerosa y pintada: la vida en la Ciudad de México de los años 50
A diferencia de Troy McClure, de Los Simpsons, a quien recordamos por sus apariciones en decenas de películas, a Agustín Yáñez sólo lo asociamos con un libro: Al filo del agua, novela de la Revolución.
Publicada en 1947, es junto con La sombra del caudillo, de don Martín Luis Guzmán, una de las novelas clásicas de la literatura nacional, lectura obligada para comprender ese periodo convulso de la historia.
Además de ensayos y colecciones de narrativa, Yáñez escribió otras nueve novelas, entre ellas Ojerosa y pintada (1959). El título proviene de un verso de Suave patria, de López Velarde: “Sobre tu capital cada hora vuela/ —ojerosa y pintada— en carretela”.
El libro me gusta porque no narra la típica historia del escritor aburrido que padece el síndrome de la hoja en blanco u otros temas exquisitos de la alta cultura, por lo general soporíferos, sino las peripecias de un taxista que cubre el turno de la noche y que recorre las calles de la ciudad de finales de los años cincuenta.
En realidad, el taxista se convierte en testigo y compañero del lector cada vez que un nuevo pasajero entra al vehículo y nos enteramos, lo que dure la “dejada”, de su historia.
Ojerosa y pintada es, sobre todo, un ejercicio de diálogos.
El desfile de personajes que entran y salen imposibilitan una caracterización pormenorizada. Mediante las palabras de cada uno se refleja su condición social, desde el niño pobre al que el ruletero le da aventón, el periodista que sale tarde de la redacción, el borracho que apenas hila tres palabras y se queda dormido, hasta el grupo de intelectuales que, fieles a su naturaleza, se lanzan puyas entre sí, desbaratando su dignidad con ingeniosos enredos verbales.
A casi sesenta años de haberse publicado, esta Ciudad de México sigue igual de ojerosa y pintada, quizá un poco más ojerosa porque ya no le alcanza para el maquillaje y teme que la delincuencia le siga poniendo las manos encima. Vale la pena leer esta novela urbana y moderna para descubrir que entre las múltiples capas del tiempo se cuelan, aún, ecos de un pasado reconocible.